Aeropuerto de Bruselas


Hugo José Suárez

Llegar a Bélgica era especial. Normalmente lo hacía vía Ámsterdam, Madrid o París. El ingreso formal a Europa era por una de esas ciudades, así que en una de ellas me tocaba lidiar con los odiosos agentes de migración –tan parecidos unos a otros sin importar en qué idioma te hablen-. Ya en el aeropuerto belga todo era distinto. La gente elegante pero sencilla. La infraestructura no lujosa, funcional. Se sentía estar en el país de Hergé –el creador de Tintín-  y de Jacques Brel. La arrogancia francesa, la parefernalia holandesa o la torpeza española quedaban atrás. Y al abrirse la última puerta, siempre me encontraba con mi entrañable amigo Guy Bajoit que me esperaba con una sonrisa y un abrazo enormes.
Pero la última vez que pisé esa tierra, todo fue diferente, pues lo hice unos meses después del atentado terrorista que cobró la vida de 35 viajeros en uno de los países más tranquilos de Europa.
Partí de la ciudad de México pasando por Ámsterdam. Al empezar a caminar por la terminal aérea, sentí estar en un gran centro comercial. Pasaban los minutos y yo seguía desplazándome entre estantes y tiendas de todo tipo. No sólo los tradicionales perfumes y tragos, sino todo lo imaginable que, por supuesto, uno no necesita en un viaje: relojes, camisas, pantalones, ropa interior o incluso autos. Me preguntaba por qué mi avión me había dejado en un shopping estilo americano –de los que veo a cada rato en México- y no en aquél agradable lugar donde solía desembarcar.
Luego, por suerte, me encontré con la nave de Tintín, aquella con la que se supone fue a la luna. Se me entró el alma al cuerpo, pero la alegría duró poco. Me dirigí a recoger mis maletas y me topé con militares vestidos con uniformes de guerra, pistolas, armas largas, cascos, chaleco anti balas, botas; todo me evocaba a las películas de la Segunda Guerra Mundial. En los tres años que viví en Bélgica, jamás me había cruzado con un sujeto vestido así. Ahora estaban regados por todo lado.
Cuando se abrió la última puerta donde solía abrazarme con mi entrañable amigo, no vi a nadie. Por mi cara de desconcierto, un funcionario me indicó que los que recibían invitados ya no podían entrar al edificio. Le expliqué que iban a recogerme y que no tenía cómo comunicarme si no coincidíamos en esa puerta. Me dijo que tenía que acercarme a otra salida, al frente del estacionamiento. Pero me advirtió: “fíjese desde adentro si lo están esperando, pues si sale, ya no podrá volver a entrar”. Así fue. Me acerqué a la puerta que daba a la calle y sin poner un pie afuera, busqué el rostro conocido entre un montón de gente que hacía lo mismo, de un lado y del otro. Cuando lo vi, por la emoción casi se me olvidó el ambiente y las cámaras de vigilancia que me estaban rodeando.
Cuento esto porque en aquel aeropuerto confluyen tres signos perversos de nuestro tiempo: el horror del terrorismo que debe ser condenado desde toda tribuna; la lógica de mercado que homogeneiza –con grandes firmas que venden lo mismo en todo lado-, que aplana las culturas y formas locales, la modestia y la sencillez –propias del mundo valón que conocí en “la petite Belgique”-; y la reacción bruta y brutal de los gobiernos europeos que dando la espalda a su tradición humanista, desempolvan su lenguaje militar de antaño –que les ha costado tan caro a ellos y a todo el planeta- devolviendo los soldados a la calle e instaurando una dinámica de vigilancia, miedo y amedrentamiento.
En fin, entre todo este gris panorama que muestra que el mundo anda mal, por suerte el cariño de mis amigos, su sabiduría y sencillez me dejaron todavía con la esperanza de que las cosas allá pueden ser diferentes.
Publicado en el Deber, 31 de Julio de 2016




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