California: ida y vuelta


Hugo José Suárez

Debo asistir a un congreso de sociología de las religiones en la Universidad de Claremont, en California, a dos horas de Los Ángeles. Tengo poca información sobre cómo llegar, pero también voy con fe -por algo es un evento sobre creencias- que todo saldrá como lo planeado. Me compro un boleto de avión que sale de la Ciudad de México a Tijuana, pues me dicen que hay un túnel fantástico que, sin salir del aeropuerto, te despacha al otro lado: San Diego, Estados Unidos, y de ahí es fácil llegar a mi destino.
Empiezo mi viaje. Cuando llego a la terminal aérea de Tijuana, camino cauteloso y desconfiado siguiendo las flechas del “Cross Border Xpress”. Paso por un estante donde un empleado me cobra 16 dólares por el uso del servicio, camino y luego de un par de vueltas laberínticas llego a una placa pegada en el piso dividida por una línea y un punto en dos partes idénticas. En el lado izquierdo dice en letras sobresalientes: “Boundary of the United States of America”, y en el derecho: “Límite de los Estados Unidos mexicanos”. Llegué. Le sigue un letrero parco que sólo anuncia “Welcome to the USA”. Unos metros adelante me reciben enormes imágenes pegadas en la pared con bellos paisajes californianos y varias frases en inglés: “All families welcome”, “All dreams welcome”, “All adventures welcome”.
Cuando llego a las casetas con los agentes de migración, no lo puedo creer, no hay fila, paso inmediatamente, el funcionario ve mi pasaporte y con una sonrisa en menos de un minuto me despacha. Y como cereza del pastel, una amiga me espera a la salida para ir en coche hasta Claremont (son sólo dos horas de autopista). Todo salió perfecto, es la entrada menos accidentada a Estados Unidos. Estoy gratamente desconcertado.
En California caigo en cuenta de la importancia de tener automóvil. Sólo puedo ir a la esquina a pie, pero ni pensar intentar llegar más lejos. El transporte público es desastroso y la relación tiempo y desplazamiento es insensata: si vas en coche llegas a todo lado en 10 o 20 minutos, si pretendes caminar e ingeniártelas para atravesar las autopistas sin ser atropellado, todo está a no menos de una hora. Conseguir un taxi, además de ser carísimo, es igual de difícil.
Lo más grave viene cuando termina el evento y tengo que volver un día antes de que lo haga la amiga que gentilmente me llevó. Pregunto por las opciones para el regreso y nadie me logra dar información precisa. Intento averiguar por internet mecanismos para volver al túnel fantástico y pasar a Tijuana para tomar mi vuelo, pero las combinaciones son confusas. Finalmente encuentro una ruta.
Salgo de la Universidad en un taxi -Uber- hacia la estación del tren más cercano (pago 7 dólares). Espero que pase el tren hacia Los Ángeles (otros diez dólares), tardo una hora más. Continúo hacia San Diego en otro tren que demora tres horas en llegar (37 dólares más). Ahora me toca un “Trolly” -que en México llamamos “tren ligero” urbano- otra hora hasta la frontera. Salgo y ya todo se ve mexicano aunque todavía estoy en Estados Unidos, busco un taxi que por 25 $us me lleva al fabuloso punto de partida de mi viaje. En el camino el chofer -que por cierto intenta engañarme un dólar- me indica dónde desembocaba uno de los famosos túneles ocultos del narcotraficante Joaquín “Chapo” Guzmán en el estacionamiento de un tráiler, a unas cuadras de las autoridades.

En resumidas cuentas, si a la ida tardé dos horas en llegar, la vuelta me costó siete horas y más de 80 dólares. Me quedó claro por qué una migrante le dijo a mi amiga que para integrarse en la sociedad californiana no es necesario saber inglés; lo imprescindible es saber manejar y tener automóvil. La próxima vez lo tomaré en cuenta.

Publicado en diario el Deber 18 de Junio del 2017

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