El WhatsApp entre nosotros
Hugo José Suárez
Si el creador de WhatsApp
hubiera sido boliviano, seguro que la famosa aplicación se hubiera llamado
“ComoEs” (para un paceño); si hubiera sido mexicano: “QuéPasó” o “quiubo”. El
caso es que, más allá de dónde nació, hoy se ha instalado en nuestras
relaciones ordinarias y todo indica que llegó para quedarse. Van tres manera de
usarlo.
1. Vivo en un edificio de clase media en
Coyoacán, en la Ciudad de México. Durante dos años no he conocido a nadie más
que a la administradora -a quien le tengo que pagar mensualmente el
mantenimiento- y a una vecina que tiene hijas de la edad de las mías. Todo lo
demás ha sido un educado intercambio que no pasa del “buenos días” que acompaña
a una gentil sonrisa. Pero todo cambió cuando una revolucionara habitante tuvo
un altercado con gente que se metió al estacionamiento: cuando intentó sacarlos
se vio sola frente a personas alcoholizadas y sin tener mecanismo para
solicitar ayuda. Tuvo la mejor ocurrencia de estos tiempos: crear un grupo de
vecinos en WhatsApp.
Empezó a incorporarnos uno a
uno interceptando a quien podía en las escaleras, hasta que todos quedamos en
la red. Casualmente, días después vino el terremoto del 19 de septiembre, así
que el grupo revolucionó nuestra comunicación. A la vuelta de los días,
terminamos sabiendo quién era cada quién, tuvimos varias reuniones de vecinos,
elegimos nueva directiva, nuevo tesorero, cambiamos el tanque de gas,
solicitamos cuotas extraordinarias, abrimos una cuenta colectiva en el banco y
nos contactamos con las autoridades para tener protección policial inmediata.
Por supuesto que en medio hemos pasado del saludo forzado a los besos y abrazos
en los encuentros de entrada y salida. La calidad de ser vecino se ha
transformado; ahora vivo en otro lugar.
2. La necesidad de comunicarse y la
facilidad del uso de la aplicación, ha promovido una participación expandida a
través de WhatsApp. Un amplio sector, de estrato popular, rural, de más de
cuarenta años, que sólo tuvo estudios primarios, máximo secundarios, y que dejó
la práctica de la escritura en los pupitres de la infancia, vio que a través
del celular podía expandir sus relaciones e interactuar de distinta manera.
Así, con una escritura
deficiente en sintaxis, ortografía y redacción, circulan intercambios donde el
mensaje llega a su destinatario que, no sin cierta dificultad, entiende lo que
el emisor quiere decir. En cierto sentido, más que devaluar el lenguaje, el uso
del WhatsApp incorporó a un amplio grupo que había dejado las letras
-fortaleciendo el lenguaje oral- y que ahora cotidianamente acude a la
escritura para el trabajo o las relaciones personales. Sin duda que si esa
plataforma fuera aprovechada por las autoridades culturales -en vez de
escandalizarse por el mal uso de la lengua- a través de programas educativos,
estaríamos en los albores de una revolución en la literatura con consecuencias
muy positivas.
3. Como llegué un poco tarde al WhatsApp, no
tengo mucha familiaridad con algunas de sus potencialidades. Como ya lo he
dicho, mantengo el formato epistolar tradicional: empiezo con un saludo formal,
termino firmando con mi nombre y con una despedida educada; evito las
abreviaciones innecesarias, el uso de caracteres que tienen otros significados,
o repetir las letras o los apóstrofes para amplificar el sentido de una palabra
(por ejemplo: “te extraño muuuuchooo!!!”).
Pero me queda claro que se
me está yendo el tren al intercambiar con mis hijas usando los “emojis”. Ellas
me explican que un mismo texto acompañado con una carita feliz, una triste, un
dedo en alto (y depende si es el pulgar o el medio), un corazón o cualquier
otro signo, cambiará radicalmente el mensaje. Si yo quise ser claro y dije algo
con cierta contundencia, las mismas palabras pueden ser irónicas, graciosas,
sinceras o denigrantes dependiendo del “emo” que las acompañe. Empiezo a
utilizar algunos de esos signos para comunicarme con ellas, pero todavía no
tengo la suficiente maestría.
El caso es que, como todos
sabemos, la lengua está viva y se va modificando con los usos culturales
locales, las generaciones, la tecnología. No queda más que estar atentos a los
cambios y aprovecharlos, conscientes de que nos pueden traer gratas sorpresas
si sabemos conducirlos. Termino con un diálogo con mi sobrina que, luego de una
larga carta mía por WhatsApp donde me disculpaba por no podernos comunicar
-ella vive en París-, sólo respondió: “holiii”, “yapi”, “tranqui”. Todo quedó
claro.
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